Josefa Sánchez Contreras pertenece al pueblo zoque (angpøn-olmeca) de San Miguel Chimalapas, en México. Es doctorante en Estudios Mesoamericanos. Investiga sobre las rebeliones indígenas de los siglos XVII y XVIII.
El Estado mexicano ha emprendido en estos años rituales neoindigenistas por medio de símbolos y narrativas históricas que buscan ser expresiones del reconocimiento de los pueblos indígenas, pero en el terreno de los hechos jurídicos, económicos y políticos hace un despliegue violento en contra de los mismos.
El último de estos rituales fue cuando el 5 de septiembre la jefa de Gobierno de Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, anunció la colocación de la escultura de una cabeza olmeca en versión mujer de nombre “Tlali” —que en náhuatl significa tierra— en el lugar que antes ocupaba la estatua de Cristóbal Colón en la avenida Paseo de la Reforma. Aunque tras diversas protestas la mandataria anunció que se reconsiderará colocar la escultura del artista Pedro Reyes, el mensaje permanece.
Lo que pareciera un acto descolonizador no es más que un desesperado neoindigenismo en un momento en el que “en todo el mundo caen las estatuas y cada vez más de prisa”, como dice la filóloga Michi Strausfeld. De hecho, la sustitución de la efigie de Colón puede identificarse dentro de los rituales neoindigenistas que la administración del actual presidente, Andrés Manuel López Obrador, ha puesto en escena: su toma de posesión, el 1 de diciembre de 2018, cuando recibió el bastón de mando indígena; la carta controvertida que envió al rey de España, Felipe VI, instándolo a pedir disculpas a los pueblos indígenas por la conquista; o, más recientemente, el monumental espectáculo en el zócalo capitalino como conmemoración de los 500 años de la caída de la gran Tenochtitlán.
Esta narrativa neoindigenista tiene como antecedente la concepción universal del descubrimiento de América, que se edificó principalmente por los Estados a finales del siglo XIX. Fue justo a la luz de las conmemoraciones del cuarto centenario que la estatua de Cristóbal Colón llegó a Ciudad de México. Al mismo tiempo, las efigies del genovés y de otros conquistadores se replicaron en los países de América y en ciudades de la antigua metrópoli colonial como Madrid, Barcelona y Granada.
Los Estados liberales de América recurrieron a estatuas coloniales para afirmar su pretendida entrada a la modernidad industrial, al mismo tiempo que desplegaron una guerra contra los pueblos indígenas, a quienes consideraron un obstáculo para el desarrollo económico. Por ejemplo, para finales del siglo XIX las leyes de desamortización mexicanas ya habían desmantelado una buena parte de las tierras comunales y ejidales que pertenecían a los pueblos indígenas.
Fue hasta un siglo después, a la luz de la conmemoración de los 500 años del descubrimiento, enarbolado como el “Día de la raza y de la hispanidad”, cuando irrumpió la contestación creciente del movimiento indígena. En 1992, estatuas que encarnaban la estética colonial del decadente Estado liberal comenzaron a ser derribadas. El 12 de octubre, una multitudinaria manifestación de indígenas mayas en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, derribaron la estatua del conquistador Diego de Mazariegos. Dos años después, el 1 de enero de 1994, en el mismo estado se sublevaría el Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), inaugurando un ciclo de levantamientos de pueblos indígenas en el continente.
El levantamiento sucedió en un escenario de crisis económica que anunciaba el arribo del Estado mexicano al neoliberalismo, y con ello se aplicó una política indigenista para asegurar las raíces coloniales del Estado, que por muchos años consolidó una sociedad racista y violenta.
Desde entonces, las estéticas coloniales están cada vez más cuestionadas. Las manifestaciones antirracistas de 2020 en Estados Unidos y la revuelta social de este año en Colombia derribaron las estatuas de Cristóbal Colón. En México, activistas y feministas pintaron su efigie para denunciar la profunda relación entre el colonialismo y el patriarcado.
En 2020, el creciente movimiento indígena también se reveló como una amenaza al símbolo colonial que durante 129 años se había erigido en Paseo de la Reforma. El casi inminente derrumbe de la estatua de Colón por manifestantes provocó que fuese retirada por las autoridades unos días antes al 12 de octubre, con el argumento oficial de su restauración.
De ahí parte la iniciativa de Sheinbaum de cambiarla por una escultura supuestamente indígena. Pero hoy, más allá de este discurso neoindigenista, hay un despliegue violento en el país de megaproyectos extractivos sobre las tierras comunales y ejidales de los pueblos indígenas. Los conflictos suscitados por estos despojos atentan contra la vida de las comunidades: el último informe de la organización Global Witness reporta 30 asesinatos de defensores en 2020, un aumento de 67% respecto a 2019. México fue el segundo país más peligroso para quienes defienden el territorio.
La disputa crece y el panorama no es halagador cuando 30% del territorio mexicano está concesionado a empresas mineras. Como ejemplo, en Chimalapas, la selva más biodiversa del país, una concesión minera otorgada por la Secretaría de Economía a la empresa canadiense Minaurum Gold Inc amenaza a los ríos y a la existencia misma del pueblo zoque, quien ha cuidado este pulmón de oxígeno durante más de 3,800 años. Paradójicamente, quienes pertenecemos a los zoques hoy vemos amenazadas nuestras vidas y tierras comunales, aun siendo los descendientes y la fuente viva de la cultura olmeca que se pretende conmemorar con una estatua en Ciudad de México.
La reapropiación de los símbolos indígenas no es nueva y, por el contrario, está presente en diversas políticas económicas. Otro caso sucede en la planicie sur del istmo de Tehuantepec, Oaxaca, donde Électricité de France intenta instalar su cuarto parque eólico, al cual le ha llamado gunaa sicarú (mujer bonita, en zapoteca). Sin embargo, detrás de esta estética se violan los derechos humanos e indígenas, como el derecho a una consulta libre, previa e informada que se estipula en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo. Son casos donde se utiliza la misma retórica neoindigenista para asegurar la continuidad del colonialismo.
La disputa del relato histórico está abierta y, por un lado, el Estado mexicano intenta ajustar la estética arqueológica mesoamericana a su orden económico; por el otro, los pueblos indígenas que defienden sus territorios una vez más irrumpen las metrópolis para seguir denunciando los despojos y violencias que el Estado ejerce contra sus comunidades. Como hace 27 años, el movimiento zapatista nuevamente quebranta el neoindigenismo de Estado pues, en los mismos días que el museo de quai Branly, en París, exhibe 300 piezas olmecoides como símbolo de las raíces mexicanas, una delegación de siete indígenas mayas del EZLN irrumpe el paisaje francés para rebelarse como pueblos vivos y con una historia latente que desafía todo despojo.
En definitiva, y al repasar la historia, de las estatuas de Cristóbal Colón erigidas en el siglo XIX a un monolito olmeca del siglo XXI no hay más que una continuidad del colonialismo que se adapta a nuestro tiempo.
Tomado de https://www.washingtonpost.com/es/post-opinion