Carlos Loret de Mola / The Washington Post.
Mientras el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), llenaba de sus simpatizantes el Zócalo —la mayor plaza pública del país— para celebrar que llegó a la mitad de su sexenio, la realidad se encargó de desmentir el discurso triunfalista que dio.
Las muertes oficiales por COVID-19 en el país casi superan las 300,000. Pese a ello, y con la variante ómicron ya en la región, AMLO llenó el Zócalo de gente sin cubrebocas. Ese mismo día, criminales estallaron dos coches bomba para liberar a nueve presos de una cárcel, asesinaron a una mujer en Ciudad de México, el Banco de México redujo el pronóstico de crecimiento económico para este año, Estados Unidos revivió el polémico programa migratorio “Quédate en México”, se encomendó al Ejército la distribución de medicinas para intentar resolver el desabasto y Alejandro Esquer, secretario particular del presidente, fue identificado en un video realizando movimientos de dinero en efectivo de manera irregular. Mientras AMLO no para de hablar, la realidad mexicana se descompone.
El presidente prometió, en 2019, resolver la inseguridad en seis meses. Casi tres años después, los índices siguen en niveles récord: ha habido más de 100,000 homicidios y más de 21,000 personas desaparecidas. Los feminicidios han aumentado 13%. Los homicidios, violaciones, robos y lesiones han aumentado en este sexenio respecto a los de sus antecesores Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.
En temas económicos, desde antes de la pandemia la desconfianza que generan los tumbos ideológicos del presidente enfiló al país hacia la recesión. Cuando llegó el COVID-19, la economía mexicana cayó el doble que el promedio mundial y la recuperación no ha sido suficiente. Sus decisiones han generado 3.8 millones de nuevos pobres y la inflación en noviembre superó 7%, la mayor cifra en 20 años.
AMLO ha convertido a la Guardia Nacional en la patrulla fronteriza de Estados Unidos: 26,000 elementos dedicados a evitar que los migrantes lleguen a ese país. Esta semana, al revivir el programa de control migratorio “Quédate en México”, que devuelve a territorio mexicano a solicitantes de asilo, el gobierno presta al país como sala de espera de las cortes estadounidenses.
El combate a la corrupción, su principal bandera, sigue sin funcionar: dos de sus hermanos, su secretario particular y su oficial mayor han sido captados en video realizando movimientos turbios de dinero en efectivo; integrantes de su gabinete tienen fortunas personales inexplicables; cada vez se otorgan más contratos sin licitación y recientemente el presidente emitió un decreto para considerar de “seguridad nacional” todas sus obras y, con ello, evadir la transparencia.
En toda esta sucesión de fracasos, los dos más dañinos han sido la militarización del país y el manejo de la salud pública ante el COVID-19.
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AMLO tiene el capital político para regresar a los soldados a sus cuarteles —lo cual había prometido en campaña—, pero ha preferido entregar su gobierno a los militares. El Ejército es su columna vertebral y la principal empresa constructora del país para el gobierno, mediante contratos que no han estado exentos de irregularidades. Realiza 246 tareas antes asignadas a civiles, que van desde edificar un aeropuerto hasta repartir cilindros de gas. En este gobierno las Fuerzas Armadas tienen demasiado poder y dinero. Ante ello, parece difícil volver atrás esta militarización, pues habrá resistencias en la élite militar si el próximo presidente lo intenta.
La más reciente tarea encomendada a los soldados es una radiografía de lo mal que hace las cosas el gobierno: un general en retiro fue nombrado al frente de Birmex, la empresa paraestatal de distribución de medicamentos. Desde hace casi tres años hay un desabasto crítico de medicinas causado por la propia administración federal. Inicialmente el presidente lo negó. Cuando finalmente lo aceptó, dijo una y otra y otra vez que la solución estaba a la vuelta de los días. Nunca sucedió. Esta semana decidió dar un golpe en la mesa y encargar a los militares que distribuyan las medicinas.
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Pero el problema es de fondo: el gobierno no compró las medicinas con anticipación y, por más eficiente que puedan ser las Fuerzas Armadas para llevar medicamentos a los lugares más recónditos de México, primero tiene que conseguirlos el gobierno. El mercado farmacéutico internacional implica pedidos a gran escala con meses de anticipación: alguien tendría que explicarle al presidente que no es como ir a la farmacia. Además de este desabasto, hay 38% menos de personas que son atenidas en los servicios de salud públicos, respecto a 2018.
Además de los cientos de miles de muertos, México ha sido considerado uno de los peores países para pasar la pandemia de COVID-19 y AMLO ha estado en las listas de los líderes que peor la han gestionado.
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Sin embargo, ninguna de estas crisis parece lastimar al rey del templete. Nada de esto mina la aprobación ciudadana de AMLO, que está en un promedio de 65%. Algo extraordinario, considerando la pobreza de resultados. Pero esas mismas encuestas señalan que el gobierno no tiene tanta aprobación en temas importantes, como seguridad o economía.
AMLO ha logrado separar su aprobación de los malos resultados de su gobierno. ¿Cómo explicarlo? Su personalidad sencilla y dicharachera, su inagotable capacidad para hablar y vender una narrativa —aunque sean mentiras—, los malos gobiernos del pasado que dejaron heridas profundas en la gente y, sobre todo, que el ciudadano no tiene a dónde voltear: en sexenios pasados, cuando fracasaba el presidente, ahí estaba AMLO para capitalizar electoralmente los yerros. Nadie ha ocupado ese lugar. Son grandes noticias para un presidente que está en campaña, que ya anunció que se radicalizará hacia la izquierda, que está enfocado en ganar su sucesión en 2024 y que, por ahora, no tiene competencia.
Tomado de www.washingtonpost.com