Por Daniel Berezowsky / The Washington Post
Daniel Berezowsky es experto en derechos humanos, enfocado en la defensa y reconocimiento de los derechos de personas LGBT+. Es maestro en Asuntos Internacionales por la Universidad de Columbia.
Un 28 de diciembre, hace casi diez años, salí del clóset con mi familia. Tenía 26 años y no podía dejar de sentir que el momento había llegado demasiado tarde. Que, quizás si hubiese tenido el valor o la claridad para hacerlo una década antes, habría salvado a mi adolescencia de vivir condenada en el cajón de la permanente melancolía. Hubiera podido ir al cine y sentarme nervioso al lado del chico de mis sueños; tener un amor furtivo de verano. No viví nada de eso. Había pasado años haciéndome creer a mí mismo que el amor era algo para lo que no tenía tiempo.
Pero ese 28 de diciembre yo estaba profundamente enamorado. Llevaba meses escondiéndole a mis padres mi ilusión más grande, dejando el celular boca abajo por si me escribía y teniendo cuidado de no darle la mano en público cuando salíamos. Fue una mezcla del hartazgo por sentir un miedo constante y la ilusión de vivir en libertad lo que me llevó a decidir que era el momento de hablar con mis padres.
Por días pensé en cómo hacerlo. Por mi cabeza pasaban mil formas en las que se desarrollaría la conversación. En la mejor versión, ellos reaccionaban con una sonrisa. Me abrazaban, me preguntaban por el chico y me decían que les gustaría conocerlo. En la versión más negativa, se levantaban de la mesa de golpe, me acusaban de ser un egoísta y no les volvía a ver jamás.
Lo que sucedió no fue ni lo uno ni lo otro. Mis padres no estaban tan preparados como hubiese querido para ofrecerme el amor incondicional que en ese momento necesitaba y, a la vez, me amaron tanto que por el bien de su hijo hicieron un esfuerzo sobrehumano para batallar en contra de sus fobias más grandes y dejarlas atrás. Con el tiempo, se han convertido en mis mejores aliados y hoy no tengo duda alguna de que me aman a mí y a mi esposo incondicionalmente.
Mi historia, mi contexto y circunstancias son únicas. Y, a la vez, no puedo dejar de pensar que el miedo y la incertidumbre que viví en ese momento hacen eco en muchas personas. Un estudio de 2018 señala que, durante su adolescencia, nueve de cada diez personas LGBT+ en México sintieron que tenían que esconder su orientación sexual o identidad de género con su familia, y casi el mismo porcentaje hizo lo mismo en la escuela.
Además, tres de cada cuatro personas LGBT+ prefiere no mostrar afecto a su pareja en público y la mitad ha decidido no frecuentar ciertos lugares por miedo a sufrir discriminación o violencia.
Si tú eres una de esas personas, mi intención no es animarte a que salgas del clóset. Solamente tú conoces tus circunstancias y razones. Lo que sí puedo hacer es compartirte lo que años más tarde entendí, y que me hubiera gustado escuchar cuando estaba viviendo ese momento en soledad.
Primero, que salir del clóset no es una confesión que debes hacer, sino una forma de ofrecerle tu confianza a alguien. No le debes a nadie salir del clóset ni quedarte en él. Con quién y cuándo compartir una parte tan íntima de tu identidad es una decisión que te corresponde tomar. Es importante que no lo hagas por miedo, angustia o euforia, sino cuando tengas la paz y certeza de saber que es el momento adecuado.
Segundo, que salir del clóset no es un acto de valentía. No pienses en el clóset como un lugar donde te estás escondiendo, sino como una armadura que ha servido para protegerte. Si salir de él puede afectar tu seguridad física o ponerte en riesgo de quedarte sin un techo o sustento, permanecer en el clóset no es cobarde sino inteligente.
Tercero, no hay una receta secreta sobre cómo salir del clóset, ni momento adecuado para hacerlo. No extrapoles las experiencias de otras personas al pensar que lo mismo te ocurrirá a ti. Ten a alguien que te pueda apoyar en el proceso: amistades, tu pareja o algún familiar en quien puedas confiar, que te puedan servir como tu red de soporte.
Cuarto, las reacciones de las personas tienen que ver más con ellas mismas que contigo. Si alguien no reacciona de manera favorable, no es personal: tiene que ver con su educación, pasado, miedos y prejuicios. Están procesando algo que quizás tú llevas años navegando y entendiendo. No asumas que esa reacción será su postura el resto de su vida. Las personas cambiamos, aprendemos y crecemos. Ten paciencia con quienes tengan la disposición de hacer un esfuerzo por entender.
Y quinto, pase lo que pase, ten la seguridad absoluta de que no estás haciéndole daño a nadie. Está bien ser como eres, amar como amas, identificarte verdaderamente.
Si necesitas más apoyo o información, aquí algunos recursos que te pueden ser de utilidad: La Hora Segura de It Gets Better México; Guía de recursos de Human Rights Campaign; Guía de Planned Parenthood y Refugio Casa Frida para personas LGBT+.
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El mundo ha cambiado mucho desde que salí del clóset con mi familia. En 2011, menos de 4% de los personajes en televisión se identificaban como LGBT+. Hoy representamos casi 10%. El matrimonio igualitario solo existía en 10 países; hoy las parejas del mismo sexo se pueden casar en 33. Una veintena de países despenalizó la homosexualidad en esta década y cientos de empresas multinacionales han dado respaldo público a nuestros derechos. Gracias a esos cambios, 18% de las personas de la generación Z afirman que su orientación sexual es distinta a la heterosexual (contra 12% de los millennials), y 40% ha defendido los derechos LGBT+ en público. En suma, hay muchas razones para tener esperanza.
Solo tú conoces tus razones, circunstancias, momentos y decisiones. Recuerda que salgas del clóset o no, hoy o nunca, tienes a una comunidad LGBT+ dispuesta a apoyarte y amarte por ser quien eres.
Tomado de https://www.washingtonpost.com/es/post-opinion/