Por Mael Vallejo / The Washington Post
Mael Vallejo es periodista mexicano y editor de Post Opinión. Coordinador del libro ‘Colapso México’.
En el video se ve a dos hombres descalzos, encadenados de las manos y con el gesto desencajado. Uno de ellos habla hacia la cámara y dice: “Nosotros somos parte del equipo de Escenario Calentano, estamos aquí pagando consecuencias de las publicaciones que se realizaban en contra de estas personas”. Tres personas ligadas a ese sitio periodístico fueron secuestradas en diciembre por miembros del cártel La Familia Michoacana en Guerrero, México. A dos las liberaron el 12 de enero.
El 5 de enero, en el operativo militar para capturar al supuesto narcotraficante Ovidio Guzmán, en Culiacán, Sinaloa, cuatro automóviles de periodistas fueron robados, uno fue quemado, y a varios los amenazaron con armas de fuego. En las protestas que se realizan en Perú, al menos 20 periodistas han sido golpeados, apedreados, disparados con perdigones, robados por manifestantes y detenidos por la Policía mientras realizan su cobertura. En los ataques a las sedes de los poderes del Estado en Brasil, el 8 de enero, al menos 11 periodistas fueron agredidos. Esto es tan solo una muestra de lo que ha sucedido en las primeras semanas de este 2023.
No es extraño que el Instituto Reuters para el Estudio del Periodismo, de la Universidad de Oxford, publicara esta nota hace unos días: “El sitio más mortífero para los periodistas no es una zona de guerra sino América Latina”. En ella se señala que las estimaciones de periodistas asesinados en la región oscilan entre 30 y 42: “Esto convierte a 2022 en el año más mortífero registrado en América Latina, y a esa región como la más mortífera para periodistas en todo el mundo”.
La autora, Gretel Kahn, se pregunta cómo un continente sin ninguna zona de guerra activa y donde “hay una amplia gama de libertad de expresión e instituciones democráticas” ha llegado a este punto.
El problema, en realidad, es que son esas mismas instituciones las que han dejado de defender la libertad de expresión y la democracia. A dictaduras como las que hay en Nicaragua, Cuba o Venezuela no les gusta que periodistas publiquen lo que sucede en sus países: sus corruptelas, sus violaciones a los derechos humanos, sus crímenes, sus fallos. Tampoco a quienes lideran Estados unipersonales y con medidas autocráticas como México, El Salvador, Guatemala, Costa Rica o, hasta hace un mes, Brasil. Es hora de que los Estados democráticos a nivel global volteen a ver lo que está sucediendo aquí, antes de que la luz se apague por completo.
Todos estos gobiernos tienen en común un desprecio por el periodismo, el cual han hecho patente de forma pública y regular. Con sus constantes ataques a la prensa, también han logrado que un sector de la población que ya desconfiaba del periodismo se radicalice aún más en su contra. En resumen: las y los periodistas están cada vez más solos.
Hacer periodismo en la región comienza a tener tintes heroicos y parece que el mundo ha normalizado la violencia con la que se realizan las coberturas. “Es mi trabajo, finalmente, aunque nadie nos haya enseñado a reportear la guerra”, dijo en una entrevista el periodista Marcos Vizcarra después de que le robaran su auto y lo encañonaran en el operativo militar de Culiacán.
En 2022, el Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ, por su sigla en inglés) documentó la muerte de 67 comunicadores y trabajadores de los medios a nivel global. Más de la mitad de los casos sucedieron solo en Ucrania (15), México (13) y Haití (siete). El problema no solo es la violencia, sino la impunidad: en su informe 2022, el CPJ señaló que en los últimos 10 años no hubo ninguna condena en 78% de los asesinatos. México tiene 28 asesinatos de periodistas no resueltos en los últimos 15 años y Brasil 13 en 13 años.
Los ataques no se quedan en el plano físico. Casi 180 periodistas nicaragüenses han tenido que irse del país o han sido exiliados por la dictadura (Venezuela vive lo mismo desde hace una década). 15 periodistas del sitio salvadoreño El Faro fueron espiados con el malware Pegasus, que únicamente se vende a gobiernos. La Asociación de Periodistas de Guatemala denunció que en 2022 registraron 105 ataques contra la libertad de expresión y José Rubén Zamora, director de El Periódico, lleva desde agosto pasado en la cárcel. Estos son solo algunos destellos de la imposibilidad de ejercer un oficio destinado a mejorar la vida democrática y poner el reflector sobre los responsables de alterarla.
Hace unas semanas, el Nieman Lab de la Universidad de Harvard me pidió una predicción sobre el futuro del periodismo en 2023. La mayor parte de estas predicciones normalmente habla sobre tecnología, innovación, apps o mejores formas de gestionar redacciones periodísticas. La mía señala que cada vez será más complicado hacer periodismo en América Latina. Si no se puede reportear, preguntar, investigar, opinar y publicar, de poco servirá la innovación y la tecnología en la región.
Lo dijo Oscar Martínez, jefe de redacción de El Faro, en un artículo en Post Opinión: “Debo decir a los colegas que ahora mismo ejercen bajo estas circunstancias lo que me resulta más honesto: la situación no mejorará pronto. De hecho, estoy convencido de que la situación empeorará. Más acoso, más persecución, más detenciones arbitrarias, más ataques en redes sociales. Más miedo. Menos libertad”.
El periodismo es un pilar fundamental de las democracias. Hoy, en América Latina, ejercerlo implica para muchas y muchos periodistas arriesgar la integridad física y mental. En los casos más terribles, también perder la vida o la libertad. Sin su trabajo, será mucho más fácil para los gobiernos autoritarios instalarse y permanecer. El mundo debe decidir ya si permitirá que eso suceda pronto.
PUBLICADO en https://www.washingtonpost.com/